Foto por Tim Foster
Vamos a llamar Marta a una tesista en su segundo año de doctorado. Como es común al menos en España –con doctorados de 3 años–, ya había hecho gran parte de su trabajo de campo y de sus lecturas teóricas. Marta se había lanzado ya a escribir su primera comunicación para un congreso, y había publicado el borrador de uno de sus primeros artículos, esta vez para una revista local. Marta recibió una primera retroalimentación muy dura por parte de su supervisor de tesis, que le dijo que este trabajo era de alguien de Grado (o pregrado/licenciatura en otros países), que le había costado mucho entender lo que escribía, y que se tenía que poner las pilas para escribir más claro si quería escribir una tesis de doctorado.
Como nunca había tenido problemas para escribir sus ensayos y exámenes durante la carrera, e incluso su trabajo de maestría, comenzó a estresarse mucho con la idea de escribir porque no sabía lo que debía hacer para escribir más claro.
Más adelante, durante una reunión con su co-supervisor para charlar de un borrador de un capítulo de la tesis, le dijo que si seguía escribiendo así de lento y encima sólo para producir un primer borrador, no se doctoraría. Ella vivió esto como una sentencia. Comenzó a dudar de si lograría sacar adelante esta tesis con las pobres capacidades para la escritura que le habían señalado en estos, llamémoslos, “eventos de evaluación”.
Marta llegó a la Clínica de Proyectos con un bloqueo fuerte, avergonzada por su falta de capacidades para cumplir con lo que le pedían, convencida de que nadie en su contexto doctoral tenía estos problemas. Se le venía a la cabeza lo que le decían a los estudiantes que rendían menos en su colegio, cuando tenía unos 14 o 15 años: “No tiene el nivel”, antes de ser suspendidos o expulsados.
Marta se comenzó a distanciar de su propio trabajo: se desenganchó durante un tiempo y cada día que pasó sin escribir ni una línea lo vivió con culpa, hasta que la angustia por no cumplir con su objetivo la hizo retomar los esfuerzos.
A partir de ese momento, comenzamos a trabajar bajo la hipótesis de que sus supervisores hacían lo mejor que podían con las herramientas de las que disponían, muy seguramente basadas en el tipo de supervisión que tuvieron ellos durante sus propias tesis de doctorado: revisión de textos vistos como producto acabado y no como proceso, mirada centrada en la edición línea a línea y prioridad a la corrección de errores, comentarios poco específicos sobre cómo mejorar el texto, comentarios del tipo “esto me gusta”/”esto no me gusta”, y la convicción de que las capacidades de escritura de partida son las únicas con las que la doctoranda cuenta, y que su mejora dependerá únicamente de sus capacidades personales.
Si les interesa, por ejemplo Peg Boyle Single, y Barbara Kamler y Pat Thompson, hablan de los diferentes estilos de supervisión y sus consecuencias en la dinámica de supervisión y en el aprendizaje de las/os estudiantes de doctorado (los nombres son links).
En este caso, es un estilo de supervisión según el cual los comentarios duros y el perfeccionismo se consideran la base de la motivación para mejorar la calidad de un trabajo, alimentando la auto-exigencia de su autor/a. Esta es una creencia muy anclada porque en cierta forma es el pensamiento dominante con el que todas y todos hemos crecido.
¿Te suena familiar?
Sé, desde mi experiencia como doctoranda, ahora mentora, y apoyada por la literatura científica, que el perfeccionismo no contribuye a hacer un buen trabajo, al contrario. Conseguimos hacer un buen trabajo a pesar de nuestro perfeccionismo. Una vez más, el libro clásico de Robert Boice sobre escritura académica, y el de Brené Brown sobre la imperfección, son buenas referencias para ahondar estas ideas (los nombres son links).
Cuando Marta entró a un grupo de Calla y Escribe (mis grupos de escritura), y comenzó a compartir sus malas experiencias escribiendo con el resto de talleristas, su percepción dio un vuelco. No sólo se dio cuenta de los efectos que habían tenido las críticas de sus supervisores en su confianza en sí misma. Pensó que no era tan grave. Darse cuenta de que es una experiencia común le hizo ver que no tenía un defecto, y reconocer sus avances durante esos años doctorales, y semana a semana, la ayudó a entrar en una espiral positiva. De hecho, comenzó a construir una práctica de escritura y a descubrir que incluso se lo comenzaba a pasar bien. Compartir nuestros puntos flacos en un contexto adecuado para ello y con personas que cuidan esa vulnerabiliad es poderoso, revelador e incluso transformador.
Marta es hoy doctora honoris causa. Diré que Marta podría ser yo, o también tú, que me lees ahora.
Una invitación
Con esta historia lanzo una nueva iniciativa y es la de recopilar las experiencias difíciles con la escritura de una diversidad amplia de personas. Y te hago una invitación directa a ti, que lees estas líneas, a que compartas de forma anónima tus experiencias difíciles o desagradables con la escritura.
La intención de esto es cuestionar la idea de que sólo las personas incapaces o con poco recorrido tienen estas experiencias. Suelen vivirse de forma privada y con una carga importante de culpabilidad y vergüenza. El llamado “síndrome del impostor” es una de las consecuencias por no sentirnos lo suficientemente buenas/os o merecedoras/os, y nos puede aislar. El compartirlas alivia, y da esperanzas al ver que son comunes, incluso en personas que ya han escrito tesis, libros, y artículos. La vergüenza se disuelve, y se comienzan a reivindicar los propios esfuerzos y logros.
Tal vez estamos lejos de que la universidad sea un lugar en donde sea seguro mostrar nuestras dificultades, lo que no nos funciona, y nuestras imperfecciones. Pero lo que sí podemos hacer es crear/ocupar espacios ad hoc dentro y fuera de las universidades donde esto es desde ya posible.
Los detalles de la invitación te los cuento en el video de abajo, y el acceso al formulario también lo encuentras ahí y también aquí abajo.
¡Ayúdame a compartir esta iniciativa en tus redes!